Sobrarbe es mi vida, gente sencilla y parajes únicos. El lugar donde mis cenizas, dentro de muchos años espero, abonaran nuevos bosques y praderas.

18 feb 2012

El Santo

Me gusta el ciclismo? La bici? No lo tengo nada claro. Bueno, gustar gustar si, igual que me gusta la cerveza, la música, la lectura, etc.
Pero es que igual no me estoy haciendo la pregunta correcta.

Qué hace que disfrute en una ruta de bici al límite del paroxismo, que me vuelva loco de gozo y casi se me salten los pocos tornillos que me quedan en el coco?
Y creo que la respuesta a esa pregunta nunca jamás sería ni el ciclismo, ni la btt, ni el enduro… sino la libertad, la belleza, la imposibilidad.
La bici es un mero instrumento, una necesidad. Se precisa una bici (y buena a ser posible) para surcar laderas y acantilados persiguiendo al viento, volando a ras de suelo, flotando en un estado de total irrealidad envuelto de la hermosura inigualable de la montaña.
Es el nirvana, y es dicha sensación la que te desarma por dentro y te vuelve a reparar, recoloca todas tus piezas internas otorgándote una felicidad plena, salvaje e indescriptiblemente bella.
No es un corto relámpago, un latigazo de éxtasis (que también, pero es una sensación diferente http://reynodesobrarbe.blogspot.com/2009/02/un-instante-de-perfeccion-absoluta.html ). Pueden ser 20 minutos, una hora, dos… de una plenitud tan grande que no conoces cómo superarla, cómo hacerla más intensa. Y que cuando acaba te deja días de sonrisa estúpida grabada en la cara, como la de un recién enamorado. Un sentimiento de que el mundo existe por ti, para otorgarte momentos como los que has vivido.
Y bueno, puede ser la bici el instrumento, pero también las manos y una cuerda, un par de piolets, o unas tablas de esquí de montaña.

Porque con todo ello accedes a lugares que durante mucho tiempo sólo habías soñado, que no te atrevías ni a imaginar, y que son el cóctel de drogas más intenso que hay: desafío, libertad, belleza. Montaña, riesgo, cuerpo y mente.

Ocurrió hace una semana en Guara, durante 21km de ininterrumpido sendero por territorios tan mágicos y hermosos como abandonados y solitarios.
Y sobre todo ocurrió ayer, bajando El Santo, uno de los descensos más salvajes de la Zona Zero, y por ende del Pirineo aragonés. Pero eso no fue todo.

Saliendo de La Cabezonada, a 800mt de altitud. 5km de calentar por carretera hasta Foradada, donde tomamos un precioso sendero, estrecho y sinuoso como la linde del bosque por la que circula. Tierra, piedras, carrascas, pinos, boj, ramas y hojas sembrando el paso, repechos y zonas más cómodas nos conducen bordeando Sierra Ferrera hasta un hombro del terreno donde el camino se tira en un ligero pero inpenitente descenso hacia Senz: rápido, de dar pedales, sin grandes dificultades, de salvar árboles por los pelos, cabalgar sobre metros de vacío y zambullirse entre una alfombra de pinaza y hojas.
Una vez acabado el primer contacto con la adrenalina nos introducimos en la meditación interior de las próximas dos horas y media. Hemos de ganar altitud. Bastante. Mucha. Desde los 800mt de Senz a los 1800mt del Santo.
Comenzando hasta Viu por asfalto, un subibaja que apenas te ganar otra cosa que calentón de piernas, pues el ascenso neto es muy escaso. Si bien nos introduce poco a poco en el valle de Cullivert, esa desconocida vaguada que se cuela entre los macizos de Cotiella y la Sierra Ferrera.
Ahora empezará lo duro, remontar el valle hasta su collado por una pista engañosamente agradable que abandona el pueblo entre campos y estribaciones de bosque. Y es que sin darnos cuenta, conforme nos hemos internado en la espesura y dejado atrás la humanidad, los desniveles empiezan a hacerse considerables. Duras rampas se combinan con descansillos para un ascenso que nunca deja coger un ritmo, siempre al abrigo de un bosque mixto de hayas y abetos, joya pulmonar de las sierras exteriores del Pirineo. Al fondo, cada vez más abajo fluye el río, apenas una barranquera helada. Y es que no está el monte en su mejor momento. Lo que en febrero debería ser una vorágine de nieve, hielo y agua es un bosque seco, apenas tiznado de blanco en los obagos y carente de los contrastes de color que tanto busca el objetivo de la cámara.
Finalmente, tras casi 500m de desnivel ganados desde Viu arribamos a los prados de Cullivert, zona de pasto estival para el ganado. Ahora la sequedad y el frío tienen quemada la hierba, mucho tiene que llover los próximos meses para que haya suficiente en verano.
Nosotros tras un corto descanso acometemos la parte más dura del día. Internándonos en el bosque que tapiza la cara norte de Sierra Ferrera vamos a subir 300m de desnivel a pata. Casi 1h de esfuerzo y compañerismo con nuestra montura. Donde ella no puede llevarnos, la transportamos nosotros.
Así que unos empujando la bici y otros colgándonosla a las costillas vamos a ir ganando altura. Los primeros minutos son los más duros pues el cuerpo debe habituarse al cambio de ejercicio, y duelen los gemelos con saña. El pulso se dispara mientras perdemos pié y tropezamos en las cuestas más empinadas, donde la nieve y las hojas forma una capa resbaladiza. Monumentales hayas flanquean nuestra marcha. Paso a paso, gota a gota ganaremos altura, y el sendero se irá haciendo más agradable. Pinchazos en el muslo me recuerdan la costumbre perdida de estos porteos tan largos. No soy el único. El frío hace que bebas menos, con lo que la deshidratación es más habitual que en verano, y ello se nota en los avisos de calambres.
Las hayas han sido sustituidas por pino negro, las hojas han cambiado por roca madre, y pacientemente, tras casi 1h de porteo, un impresionante pino en forma de tridente nos avisa que llegamos al Santo.
Y se abre el mundo de la luz.
Las sombras de la cara norte, los monocromos, dan paso a un arco iris en la Sur.
Imaginad abrir una puerta al vacío, con nada a tus pies, con unas crestas que se extienden a ambos lados y aumentan todavía más la sensación de inmensidad. Y allá al fondo el paisaje parece sacado de un cuadro del impresionismo. Manchas de color difusas, claridad neblinosa, montañas azuladas de horizonte fundiéndose con el cielo. Una marca en la retina.
Estamos en el Collado del Santo, a 1800mt de altitud. Si, allá a fondo, 1000mt más abajo están La Cabezonada y nuestros coches. Pero antes de pensar en el descenso hay que hacerlo en llenar el buche. Tras las fotos de rigor, tras abrigarnos, tras extasiarnos con unas vistas de inmensidad implacable, hay que vaciar las alforjas de comida. Y allí al sol, con Sobrarbe a nuestros pies, el pan, el embutido y la fruta saben como en ningún otro lado.

Y el DESCENSO…
1000m de bajada dan para mucho, sobre todo si para llegar arriba has tenido que cansarte lo tuyo. Y si lo que te viene de seguido es uno de los descensos más salvajes, duros y apocalípticos del Pirineo, vas aviado. O no.
Sin tiempo a respirar, nada más enganchar las calas a los pedales comienzan los pasos técnicos, las piedras, los escalones y las curvas cerradas. Una parte inicial que salva unas paredes imposibles por pasos maravillosamente pensados entre un mar de roca y verticalidad. Perfecto para cogerle el hilo, ponerte los sentidos a cien y conseguir que la adrenalina tape todo rastro de cansancio en el cuerpo.
De seguido viene un tramo más llano donde el sendero apenas es un hilo de un palmo de anchura entre una inmensa plantación de abrizones, boj y pinos. Las plantas invaden el camino y apenas se vislumbra por donde seguirlo, qué viene después de las ramas de un pino o lo que hay tras una cortina de bojes, que atraviesas como si fuesen las puertas batientes de una cantina del salvaje oeste.
Al poco regresan las piedras, sueltas y en cantidades infinitas. Grandes y pequeñas se asientan en medio del sendero y debes saltarlas, esquivarlas o simplemente llevártelas por delante, haciendo que salten por todos lados. El sendero se ensancha un poco pero los pinos siguen pugnando por conquistarlo, e instintivamente, al ver llegar uno de frente a gran velocidad piensas en una fracción de segundo si pasaré yo, la bici, los dos o ninguno.
La opción es agachar la cabeza, poner el caso de por medio y acelerar. Siempre se pasa, otra cosa es si acabas dentro o fuera del camino.

El cansancio y la tensión pugnan con los estallidos de adrenalina, vamos oyendo los gritos de éxtasis de los demás mientras enlazamos curvas y pasos donde no puedes equivocarte ni dos dedos a la hora de colocar la rueda. El sudor agobia, los ojos lloran por el aire, estás tenso como un arco mientras tu mente viaja por encima de ti, surcando en libertad, manejándote como una marioneta al filo del desastre, pidiéndote que des aún un poco más. Pensar es una utopía, tan sólo reaccionas por instinto, por la experiencia de muchas bajadas con tu bici, que es parte de ti. El subconsciente hace ratos que venció a la parte pensante.
Es más, dudo que siquiera hubiera resistencia.
En las paradas para reagruparnos te tiemblan las manos, las rodilla, notas el dolor sordo de los golpes con las ramas, que horas después serán moratones, y esperas ansiosamente a los demás para lanzarte de nuevo a tumba abierta por ese terreno mineral que te rodea.
Pero las piedras son cada vez más pequeñas y numerosas, algo ha cambiado y lo sabes, lo estabas esperando. Se acabó la bici, toca esquiar.
El sendero de repente vira a la derecha, coge más pendiente y se tira a tumba abierta a surfear una ladera de canchal, sorteando carrascas y bojes. Es un orgasmo dentro de otro orgasmo, es el paroxismo del gozo, las terminaciones nerviosas no pueden asimilar tanta dicha, tanto placer. Es PERFECTO.
250mt de desnivel con el freno trasero bloqueado, con el sillín a la altura del pecho y tratando de controlar el descontrol con el freno delantero. La bici derrapa en las curvas con las dos ruedas a la vez, desliza como entre nieve polvo. Te embalas demasiado, tocas el freno y la bici se pone de medio lado. Lo sueltas y gira sobre sí misma para derrapar por el lado contrario, así hasta que consigues ponerla recta, sólo para volverse a embalar y comenzar el baile. Tomar una curva más cerrada es un acto de fe, tienes que clavar freno y la bici derrapa cada vez más hacia fuera, y si no compensas tumbado el cuerpo te vas al carajo.
Es el clímax, unas sensaciones que valen una vida entera y que te acompañarán siempre, indelebles bajo la piel.
Todavía queda el remate, y es que el canchal deja paso a un bosque donde todo es cuestión de dejar correr la bici, a toda la velocidad que sepas coger mientras los pinos van y vienen como fantasmas, ilusiones borrosas que vagan por la periferia de tu campo de visión. Ramas y troncos en el camino que son machacadas por las ruedas de la bici como una cosechadora, saltando astillas y pinaza como confeti alrededor, tomando curvas peraltadas a velocidades absurdas, saltando cambios de rasante encadenados y derrapando más de lo necesario sólo para sentir el descontrol de la bici junto al punto de no-retorno.

Y se acaba, como todo. Pero después vienen las risas y la cerveza de rigor, la mirada ausente y el estúpido sonreír de enamorado de la vida, el dolor y los moratones. Todo lo que hace que te sientas vivo, que falta menos para la siguiente y que puedes con todo lo que te echen.