Japón siempre ha sido un
lugar mágico para mí, desde crio, desde que me puse un kimono por primera vez a
los 4 años de edad. Japon era, en aquellos primeros 80 de un pueblo tan pequeño
como alejado de todo, una fantasía comparable a la Tierra Media de Tolkien o a
Marte. Unas islas en la otra punta del mundo repletas de gente de tez diferente
a la de nuestros espejos, ojos rasgados y extraños vestidos. Y por encima de
todo, unas costumbres tan alejadas de las nuestras que creía que nos tomaban el
pelo al contárnoslas: kimonos y tatamis? Un deporte donde se empieza y se acaba
saludando? Sílabas que traducidas significaban una frase entera? Espadas
samuráis?
Todavía recuerdo, no sé por
qué año (88? 89?) cuando los maestros trajeron una mujer de ojos rasgados y
mirada divertida a la escuela, y en la capilla del instituto nos hizo una
demostración de la Ceremonia del Té. Por aquel entonces mi cabeza no era capaz
ni de atisbar el sinsentido de aquello: para beber una taza de un líquido
nauseabundo se requería un silencio, una concentración y una espiritualidad que
se me asemejaba a una misa. Y casi la misma duración!!
Aquello, pues, quedó grabado
en mi subconsciente judoka, como tantas otras cosas del país de ese simétrico
volcán, del tren bala o de los terremotos. Como el retrato de Jigoro Kano en la
pared, los extraños símbolos de mi cinturón negro, las historias que nos
contaba nuestro profe Antonio o las fotografías en blanco y negro de los libros
que nos mostraba, abundantes en habitaciones de papel, madera y tatami, camas
en el suelo y ausencia de muebles.
Por el camino, vídeos de
japoneses achaparrados en kimono repartiendo ostias como panes a sus rivales,
que aparentaban el doble. Y mostrando una humildad desconocida para lo que era
corriente en el deporte europeo (todavía recuerdo, en contraste con los saltos
y gritos de Miriam Blasco y Almudena Muñoz, una final de JJOO en Barcelona 92,
donde Toshihiko Koga, tras ganar el oro apenas realiza un solo gesto de alegría
hasta saludar a su rival y abandonar el tatami. Desde entonces siempre procuré hacer
lo mismo en mis combates).
Y yo a lo mío, empapándome
de lo japonés, hasta conseguí que mis padres me regalaran una katana, que sigue
colgada en el salón desde el cual estoy escribiendo.
Pasó el tiempo, arrinconé
mis kimonos pero el embrujo japonés no decayó, simplemente evolucionó conforme
yo crecí. Durante un tiempo fueron dibujos animados (Kenshin, Dragon Ball,
Ranma…), Manga y Anime (Akira, Ghost in the Shell) o películas recientes (Zatoichi,
El último Samurai, Hidden Blade, Rurouni Kenshin OVA…). También el estilo de
vida japonés, tanto presente como pasado, su comida (adoro el sushi desde los
16 años), sus escritores (Yoshikawa, Murakami, Hara, Tsunemoto, Musashi…) o su
cine samurái de los 50-60 (Kurosawa, Kobayashi, Inagaki…).
Y de todo lo aprendido, lo
escuchado, lo absorbido, la parte que más me subyugó fue la época que va del
S.XVI al XIX, desde las luchas por unificar Japón hasta la restauración Meiji.
Época que bien podría dividirse en un prólogo (hasta la unificación de
Toyotomi), una amplia parte principal (Shogunato Tokugawa) y epílogo
(restauración Meiji).
Lo que más me intriga de
este tiempo es la absoluta dualidad de la vida japonesa: se combinan las luchas
internas, la desconfianza y la traición con el honor samurái, con el arte, el
Zen y una sensibilidad extrema. Sigue costándome entender por completo cómo
pudo coexistir todo esto en un país tan pequeño, y a la vez tan dividido
(enormemente montañoso y con una orografía muy complicada).
La perfección con la que muchos
de los japoneses se dedicaban a cualquier tarea por banal que fuese, ora forjando
una katana, pintando unos caracteres, cociendo cerámica, cuidando flores o
lavando la ropa es algo no visto en occidente jamás, donde solamente se exige
esfuerzo supremo en actividades muy concretas, y donde la concentración en el
trabajo es una vana quimera.
Donde nosotros vemos
trabajos indignos, ellos veían una oportunidad de perfeccionarse. Lo que para
nosotros es una pérdida de tiempo, en ellos se transformaba en un presente
vivido intensamente.
Lejos estoy de ver sólo las
virtudes, pues eran un pueblo lleno de grandes defectos (el clasismo absoluto
de su sistema feudal, el desprecio a quienes trabajaban la carne y la piel de
animales, la belicosidad y ansia de poder de sus dirigentes, el fanatismo de su
servilismo o su carácter sangriento), y es por ello que esas virtudes resaltan
todavía más, al igual que lo hace la literatura del Siglo de Oro en un país
como la piel de toro de los siglos XVI-XVII
Y hete aquí que cae en mis
manos la maravilla que acabo de leer, un libro tan corto y minimalista que
resulta utópico, dada la carga aleccionadora que contiene: “El Libro del Té” de
Kakuzo Okakura. Este escrito, creado en los albores del S.XX es un bellísimo
compendio de qué representa la ceremonia del Té en Japón, más aún, es una
alegoría de muchos de los problemas que asolan al “primer mundo” actual. Es tan
especial, que más que intentar resumirlo, me dedicaré a citar pasajes que me
han atraído, mezclándolos con lo que yo he creído/querido entender.
Pocas pero tan acertadas
palabras para dar forma y sentido a muchas de las ideas que se entremezclan en
mi cabeza, para verme reflejado en la concepción de ciertos de sus
planteamientos o para reflexionar en cómo ha cambiado el mundo en 100 años.
Y todo escrito con una
fortaleza de carácter, con una vehemencia fuera de toda normalidad actual.
Muchos pasajes parecen gritados al viento de una tormenta, o escupidos a un
enemigo. Incluso susurrados a un capullo a punto de florecer en medio de una
ladera idílica.
No deja de resultar irónico
que este escritor, en su juventud fuese un amante de todo lo que sonase a
occidente, y sólo un occidental le hiciese ver la importancia de aquello que
tanto minusvaloraba de su propia tierra. Un siglo después, esto aún resulta
demasiado actual, verdad? (incluso me hace sonreír cuando pienso en mí, con 18
años y ahora…)
Libro absolutamente
anticapitalista, al igual que antirreligioso, pese a hablar casi constantemente
de religiones, y de manera positiva. Okakura a bien seguro que no sabía por
aquel entonces qué iba a ser el capitalismo, pero ya intuía los problemas que
traería consigo el mundo occidental, tanto para su país como para el propio
occidente.
Libro también a través del
que flota una sombra suspendida, el clasismo del autor y de muchas de las citas
que apunta. Clasismo este que, por muy contextualizado que pueda mostrarse en
casi todo momento, no deja de resultar amargo verlo enroscarse como una hiedra
en la hermosa planta que sugiere la totalidad de la obra.
“… El teísmo es
un culto basado en la adoración de la belleza, tan difícil de hallar entre las
vulgaridades de la trivial existencia cotidiana. Lleva a sus fieles a la
inspiración de la pureza y la armonía, el sentido del romanticismo latente en
el orden social. Es esencialmente el culto de lo Imperfecto, puesto que todo su
esfuerzo tiende a llevar a término feliz alguna posibilidad de esta empresa
imposible que es la vida. Considerada en la acepción vulgar de la palabra, la
filosofía del té no es una simple estética, puesto que nos ayuda a expresar,
conjuntamente con la ética y la religión, la concepción integral del hombre y
de la naturaleza. Es una higiene, porque impone la pulcritud; es una economía,
porque enseña que el bienestar reside más en la simplicidad que en la
complicación de los dispendios; es una geometría moral, porque define los
límites de nuestra capacidad en relación con el Universo…”
En efecto, la idea
subyacente en la ceremonia del té, por encima de cualquier otra no es sino la sencillez
de lo importante. No es que se pueda ser feliz con poco, sino que ser feliz no
requiere de mucho. Es la sociedad de consumo actual la que invierte miles de
millones de euros en crearnos necesidades, fue la sociedad occidental la que
implantó las necesidades más superfluas en una cultura milenaria como la
japonesa, y actualmente podemos ver el resultado con echar un vistazo a Tokyo.
No podría comulgar más con
este planteamiento. Esta verdad absoluta (para mí) tiene su génesis en la naturaleza,
en la concepción de la persona como parte indisoluble de la tierra, el bosque,
los ríos y las montañas. Creo firmemente que cuanto más cerca del medio natural
nos hayamos, más fácilmente podemos darnos cuenta de que aquellas cosas que nos
son más importantes, más necesarias, son las más sencillas, las más pequeñas.
Ni el mejor televisor podrá darte una puesta de sol en lo alto de un monte, ni
el mejor equipo de sonido te obsequiará con música mejor que la lluvia
repiqueteando en un prado. Ninguna red social te facilitará una tarde similar a
aquella que disfrutas pateando el monte con un par de buenos amigos.
La simplicidad es una
experiencia, y como tal requiere aprender lo importante y lo que no, en base a
caer y levantarse, errores pasados y futuros. Precisa además de entenderlos,
pensarlos y estudiar sus lecciones. Una visión en perspectiva de nosotros y
nuestro camino es del todo necesaria. Este libro me ha hecho recordar esto que
escribí en este mismo blog hará ya unos años: http://reynodesobrarbe.blogspot.com.es/2009/02/un-instante-de-perfeccion-absoluta.html
"...Porque la vida
es una expresión y nuestras acciones inconscientes revelan siempre nuestro
íntimo pensamiento. Confucio decía que el hombre no sabe ocultar nada. Acaso
revelamos nuestros pequeños secretos porque tenemos tan pocos grandes que
esconder. Los hechos insignificantes de la rutina cotidiana, forman tanta parte
de los ideales de una raza, como los más altos vuelos de la filosofía y de la
poesía..."
Algo tan cierto como que
reside en nuestro instinto, nuestra genética. Se puede aprender tanto de
alguien observando detalles a priori minúsculos… gestos de educación, cómo
trata a los animales, tira la basura en el monte, pequeñas mentiras…
"...El té fue para
nosotros más que la idealización de una forma de beber; fue una religión del
arte de la vida. Este brebaje se convirtió en un pretexto del culto de la
pureza del refinamiento; una función sagrada en la que el huésped y su invitado
se unían para alcanzar juntos la beatitud de la vida mundana. El cuarto del té
fue un oasis en el desierto de la vida, en el que los viajeros, cansados, podían
encontrarse para beber en el manantial común del amor y del arte. La ceremonia
fue un drama improvisado cuyo argumento fue tramado alrededor de la mesa del té,
de las flores y de las sedas pintadas. Ningún color alteraba la tranquilidad
del recinto, ningún ruido turbaba el ritmo de las cosas, ningún gesto rompía la
armonía, ninguna palabra destruía la unidad de los alrededores, todos los movimientos
se ejecutaban simple y naturalmente, éstos eran los designios de la ceremonia
del té..."
Un pueblo que vivía, como el
japonés, destinando tanta obcecación a la guerra, el honor y la apariencia,
debía estar sometido a una tremenda presión, sin esperanzas de vivir muchos
años, sin posible tiempo para disfrutar de los hijos o de un cierto ocio. Por
ello, creo yo, debieron aprender a detener el tiempo a través de la ceremonia
del té. Confrontar los problemas futuros era algo por llegar, mientras que los
pasados formaban parte de una nebulosa exhalación. Un tiempo, el presente
dentro de la casa del té, que les permitía no sólo disfrutar de una relajación
temporal, sino que les aleccionaba acerca de qué valorar y cómo hacerlo. Vivir
el presente y disfrutar de esas pequeñas cosas (un sabor, una fragancia, un
sonido…) era la más inteligente manera de afrontar el futuro, probablemente
corto, que tenían por delante. Añadir vida a los años, muy al contrario de
nuestra sociedad, en la que tan importante como tener mucho dinero o poder, es
el llegar a muchos años de edad, sean estos como sean.
"...Hemos dicho que
en el taoísmo, lo Absoluto era lo relativo. En ética, los taoístas negaban las
leyes y los códigos morales de la sociedad, porque para ellos el bien y el mal
eran cosas relativas. Una definición encierra siempre una idea de limitación.
Las ideas de fijeza e inmutabilidad no son sino un alto en el desarrollo.
Nuestras ideas de moralidad son hijas de las necesidades de tiempos pasados, ¿pero
acaso la sociedad permanece la misma? El respeto de las tradiciones comunales
comporta el sacrificio constante del individuo hacia el Estado.
La educación,
para mantener una tan fuerte ilusión, encorazona la ignorancia; no se enseña al
pueblo a ser virtuoso, sino a comportarse dignamente; somos malos porque somos
terriblemente conscientes. No perdonamos a los demás porque nos sabemos
culpables, imponemos silencio a nuestra conciencia porque tenemos miedo de
descubrir la verdad a los demás; nos refugiamos en el orgullo porque no osamos
decirnos esta verdad a nosotros mismos. ¿Cómo puede darse importancia al mundo
siendo éste tan ridículo? Puede incluso comprarse una religión que no sea sino
un ritual de moralidad santificado con flores y música. Dejad los accesorios;
¿qué queda de ella? ¡Una plegaria contra un bono para el cielo! ¡Un diploma de honorabilidad!..."
"... Jamás
lamentaremos bastante que la mayor parte del entusiasmo aparente que hoy se
profesa hacia el arte, no repose sobre un sentimiento real profundo. En una
época democrática como la que vivimos, los hombres aplauden lo que se considera
mejor por las masas, sin respeto por sus propios sentimientos. Se ama lo caro y
no lo refinado; lo que está de moda y no lo que es bello. Para las masas populares,
la contemplación de las revistas ilustradas, que es verdaderamente el digno
producto de su industrialismo, produce un elemento de goce artístico más fácil
de digerir que los primitivos italianos o los maestros del Ashikaga que
pretenden admirar. El nombre del artista, es para ellos más importante que la
calidad de la obra. Un crítico de arte chino decía hace muchos siglos que
"el pueblo hace la crítica de una pintura con el oído". A esta falta
de gusto personal y de opinión propia debemos los horrores seudoclásicos que se
ciernen sobre nosotros por todas partes..."
No creo que esto requiera
mucho comentario, tan sólo el deseo de que mucha más gente creyese así en la
actualidad
"... Los que, de
entre nosotros, ignoran el secreto de adaptar convenientemente nuestra propia
existencia sobre este mar tumultuoso de emociones insensatas que llamamos vida,
viven en un estado de continuo sufrimiento, tratando en vano parecer felices y satisfechos.
Nos debilitamos
con nuestros esfuerzos para conservar nuestro equilibrio moral y vemos un precursor
de la tormenta en cada nubecilla que flota en el horizonte. Y hay, no obstante,
una alegría y una belleza en las tempestades de las olas que barren la
eternidad.
¿Por qué no
penetrar en su espíritu, o, como Liehtsé, cabalgar sobre el huracán mismo? Sólo
quién ha vivido en la belleza morirá en la belleza..."
Acaso existe mejor consejo??
Los jirones de vida que dejamos agarrados a las espinas del camino son la mayor
muestra de nuestra existencia, el sello que ha recibido nuestro espíritu por
avanzar de etapa en etapa. Nuestra es la elección de tomar en consideración las
lecciones, de curar las heridas, o por el contrario continuar avanzando
mientras nos desangramos, ajenos al aprendizaje que el camino nos muestra. De
veras vale lo mismo coronar una montaña de cualquier manera? Por favor! La
importancia del camino en oposición al final se ha desvanecido en nuestra
sociedad enferma. Una sociedad en la que ser llamado diferente es actualmente
el mayor de los halagos por recibir.
No puedo concluir este
interminable peñazo sin aportar dos nuevos párrafos del libro, tan hermosos
como ciertos, parábolas o símiles centenarios que poder experimentar en carne
propia. De forma que si has llegado leyendo hasta aquí, no rebles!! El final
está presto.
"...Los taoístas cuentan que en el
principio de la No Existencia, el Espíritu y la Materia se entregaron a un
combate mortal. Finalmente, el Emperador Amarillo, el Sol del Cielo, triunfó de
Shuhyung, el demonio de las Tinieblas y de la Tierra. El Titán, en su agonía,
rompió con su cabeza la bóveda solar de jade azul y la hizo estallar en
pedazos. Las estrellas perdieron sus nidos y la luna erró sin rumbo por los
abismos desiertos de la noche. Desesperado el Emperador Amarillo buscó quién
pudiese reparar los cielos y buscó en vano. Del mar oriental salió una reina,
la divina Niuka, coronada de cuernos y con cola de dragón, esplendorosa en su
armadura de fuego. En su mágica caldera soldó los cinco colores del arco iris y
reconstruyó el cielo de China. Pero afirman también, que Niuka olvidó obstruir
dos rendijas del firmamento azul y empezó el dualismo del amor; dos almas que
ruedan por el espacio y no pueden reposar hasta que logren juntarse para completar
el universo. Cada cual debe construir de nuevo su cielo de esperanza y de paz..."
"... Este cuento
muestra cuán difícil es el secreto del arte y cuán misterioso es su sentido.
Una obra maestra es una sinfonía ejecutada con nuestros sentimientos más
refinados. Al mágico contacto de la belleza, las cuerdas secretas de la belleza
se despiertan y en contestación a su llamada vibramos y nos sobresaltamos. El
espíritu habla al espíritu; oímos lo que nos ha sido dicho, contemplamos lo
invisible; el maestro arranca notas sin que sepamos de dónde. Recuerdos de largo
tiempo olvidados vuelven a nosotros llenos de un nuevo significado. Esperanzas
ahogadas por el temor, impulsos de ternura que no nos atrevemos a reconocer, se
nos ofrecen rodeados de un nuevo esplendor. Nuestro espíritu es la tela sobre
la que el artista pone los colores, los matices son nuestras emociones y el
claroscuro está formado por la luz de nuestras alegrías y lo sombrío en
nosotros y nosotros estamos en la obra maestra..."
Este último podría
asimilarlo no sólo al arte, sino a todo aquello que pulse una tecla de mi
interior, algo que me ocurre siempre en la montaña, en plena naturaleza. Una
simple oteada a lo que se haya al otro lado de un collado, una puesta de sol
tras un boscoso monte o el afilado recorte de unos picos frente al insondable
azul celeste tienen la capacidad de revolver mi interior de una dicha tan
expansiva que apenas mi cuerpo sabe atraparla y parte de ella escapa en forma
de pequeñas lágrimas incontenibles, de temblores infantiles o de sonrisas
indomables. Es la perfección de la vida, y yo soy dichoso por saberla apreciar,
aprisionarla en mi interior y compartirla con los míos.