Dioses, ángeles, demonios. No tengo la más remota idea de si
existen o existieron, de si son leyendas creadas por hombres para atemorizar y manipular
a otros hombres, o nacieron de la necesidad de ser algo más allá de la vida, de
confrontar los miedos de lo finito.
Da lo mismo, el caso es que yo no creo en ellos, en los que
todos podríais nombrar. Pero tengo los míos. Y no soy el único. Porque si hay
dioses en esta tierra, qué mejor representación que una gran montaña, tan
hermosa como peligrosa, tan amenazadora como inmutable. O que un árbol tan
descomunal que lleve una vida numerar sus hojas o contar los pliegues de su
corteza milenaria. O que el agua, ser sobrenatural donde los haya, omnipotencia
que tan pronto modela sinuosas esculturas de roca o tararea bellas melodías como
arrasa valles enteros, desgaja árboles o sepulta montañas.
Cada uno tendrá los suyos, y estos son los míos. No puedo
dejar de pensar cómo nos verán, qué pensarán de nosotros, pequeñas hormiguitas
que avanzan entre esas montañas sepultadas de blanco, junto a esos árboles que
la nieve obliga a adoptar reverenciales poses. Seremos acaso una molestia o una
distracción? Nos verán con el odio de quienes han sido atacados, ensuciados y
pervertidos por nuestra especie o con la paciente sonrisa del que sabe que
tiene la eternidad de su parte, que todos nuestros esfuerzos por domeñarlos no
son sino un soplo frente al huracán del tiempo?
Algunos días, al acercarnos a su hogar, sentimos que podemos
tener problemas para regresar, que dependemos completa y absolutamente de su
antojo. No somos sino hojas lanzadas al viento, como dados, a la espera de si
aparece un doble seis o una tempestad. Días donde todo lo que puedes hacer es,
precisamente, hacer todo lo posible. Y eso no te garantiza nada.
Otros, por contra, pisar sus dominios nos deja la placentera
sensación de un mar en calma, donde todo es regocijo, diversión ajena a
preocupaciones, como de niños, cuando nos dejaban en una habitación llena de
juguetes y paredes acolchadas en la que nada que no fuese disfrute podía
suceder.
El otro día Fubillons, encima de Chistén, Bal de Chistau era
esa sala de juegos, y nosotros niños con nuestros juguetes que se han olvidado
de ser adultos con preocupaciones, con miradas limpias y sonrisas bobaliconas,
como ante los regalos y la tarta de cumpleaños con cuatro velitas.
Retazos de lo que fuimos, lo que somos (aunque no sepamos o
no queramos mostrarlo) y lo que seremos se fundían en la indescriptible belleza
invernal como nuestros esquís bajo la nieve, como la nieve bajo nuestras
sonrisas, como nuestras sonrisas bajo el cielo.
No hay más. Para qué??
No hay comentarios:
Publicar un comentario