La luna aún navega por el océano celeste esquivando nubes cuando asomo por la puerta de casa. El frío helador me rodea de una aureola vaporosa y azulada mientras desciendo silenciosamente las escaleras, ya recordatorio perpetuo de Fornesighe.
Aún no son las 5 y media y ya luces amarillentas asoman tras varias ventanas. La vida aquí comienza muy pronto, no debe ser fácil la existencia en esta tierra agreste y fría, como no lo es en ningún lugar que se apoye en la ladera de una montaña. Carreteras heladas, malas comunicaciones, pocas alternativas de trabajo y ocio, servicios escasos, horarios impuestos por la naturaleza. Es la parte del paraíso oculta para tanta gente que se acerca sólo durante unos pocos días al año al monte.
Es un precio a pagar, como en todos los lugares, y es cada uno quien decide si es asumible.
Mi opinión, completamente egoísta, es que es un precio justo, preciso y necesario. No querría que una desbandada de la ciudad al campo cambiase estas tierras montañosas, estén donde estén, que les robasen su espíritu. Espíritu que se muestra más en estos meses a caballo entre el verano y el invierno, cuando la montaña ni está tan accesible como en verano ni tan nevada como en invierno y no atrae apenas nadie de fuera. Mentiría si dijera que he visto otro turista en mi viaje, quizá porque no había, quizá porque no he querido fijarme.
Por eso elijo estas fechas para viajar. Por esto y por mi propio trabajo, pero si pudiese elegir otras fechas, no cambiaría.
Click. Ya vale de desvaríos, hay que desayunar algo que el día se presenta largo y duro. El arnés se queda en casa, hoy haremos montañismo del de toda la vida: pateo y alguna trepada sencilla.
Nos vamos al Parque Nacional de los Dolomitas, la zona más aislada y virgen de esta fascinante tierra. Bajamos en coche a Longarone, y allí una señal con el nombre “Cajada” nos conduce a una diminuta carretera que se interna en el valle Desedan, y gana altura a la misma velocidad que clarea el día. Cuando ya por fin veo lo que nos rodea, puedo resumirlo con una sola palabra: árboles.
Como si todos los árboles de Italia se hubiesen reunido en torno nuestro, la mirada apenas alcanza a descubrir un espacio libre. Se extienden por la planicie como las oleadas de un ejército del medievo, preñan paredes escarpadas, collados y pasos elevados para desparramarse por la vertiente contraria, flanquean a miles de millares la carretera y se erigen triunfantes a lo largo de kilómetros de laderas. Ni un ejército cortando un año de sol a sol sabría apenas darle un morisco a este inimaginable bosque. Me cuesta decirlo, pero los bosques de Ordesa parecerían un parterre a su lado.
Bosque de abetos y alerces, de píceas y hayas. Paleta de colores cálidos, bosque otoñal limpio de matorrales y broza, hojas y agujas caducas enmoquetan el suelo, ramas y viento silbando una tonada a la que acompasar la marcha cuando iniciamos el camino.
Hago un pequeño inciso: es admirable que en una sociedad tan necesitada de madera como la dolomítica (construcciones, aserraderos y leña, mucha mucha mucha leña para calentar las casas) los bosques estén tan bien cuidados, con un ejemplo de explotación maderera envidiable. Se talan los árboles que deben ser talados, nada de cortar a destajo. Uno aquí, otros dos allá, otro un poco más ahí… Todas las casas cuentan con pilas y pilas de leña perfectamente ordenadas (algunas simulando dibujos incluso), o las dejan amontonadas en pleno bosque, o al canto de la carretera. Nadie las toca, se respeta como algo sagrado. Nadie corta más de lo que se le permite, los árboles no son árboles, son plantas, y deben cuidarse. Cuando hay avalanchas, las zonas con árboles desmochados se dividen en pequeñas suertes que son sorteadas entre los habitantes del municipio, y se tala eso antes que cualquier otra cosa. Simbiosis completa hombre-bosque. Admirable, repito.
Andamos por el camino, que progresivamente se ha ido estrechando hasta ser una caja de sendero de apenas tres palmos forrada de hojas y perfectamente mimetizada con el entorno en esta época.
Vamos ganando desnivel tranquilamente, el día aún es muy largo y no hay prisas. ¿Quién las tiene en un entorno así? El día está plomizo y eso se refleja en la nieve que ya vamos pisando, aguada pese a la baja temperatura.
Huele a lluvia, tierra y humedad, a días de otoño en Pineta y Quinto Real, a paseos recolectando setas. A felicidad y silencio.
Cruzamos un arroyo alejándonos del corazón del bosque hacia una pala de pequeños alerces que desemboca en unas torres de piedra entre las que debería estar un collado que hemos de atravesar. Según subimos apreciamos una bifurcación: una pala aún más empinada, ya de tasca alpina o una angosta y nevada canal con aspecto de malas pulgas.
Como seguimos un sendero bien marcado y balizado no hay error posible, por la canal.
Ésta demuestra ser más agradable de lo que parecía desde abajo, y si bien nos pega un apretón de cuidado, no hace falta ni usar las manos para coronarla.
Cuanto más subimos, más bajan las nubes, y en el collado por fin nos hemos juntado. Se ve y no se ve a ráfagas. Una pena por las fotos, quizá más arriba…
Hemos desembocado repentinamente en una coqueta pradera nevada de forma casi circular. A izquierda y derecha escarpadas moles de roca se pierden entre la boira y de frente un desordenado paisaje se vislumbra: laderas y barrancos sin orden ni concierto, crestas rocosas que se confunden con las nubes, farallones que impiden el paso, otros collados… desconcertantemente atractivo.
Descendemos por el lado contrario y poco después nos juntamos con otro sendero que viene de frente a nosotros. Hemos salido a 1100m y estaremos a 1800m. A partir de aquí la niebla sólo nos deja intuir una pendiente a ratos herbosa, a ratos canchal que sólo se interrumpe cuando las cumbres ganan la partida a la gravedad.
Piano piano ganamos metros a la cuesta, atentos a nuestros pasos y al tiempo, que parece querer mejorar. Dicho y hecho, repentinamente se cierra y comienzan a caer algunos copos. También, al movernos por una zona más expuesta el viento pide un papel protagonista. Así que estreno el gore que compré en Longarone.
Cuidando los resbalones llegamos a la arista del monte. No llevamos ni cinco minutos por ella cuando se vuelve a expandir el mundo, dejando ver un paisaje sobrecogedor.
La otra cara de la montaña cae a pico formando un nevado abismo donde las paredes interminables se combinan con agujas y fisuras, con aristas transversales que suben a modo de espinas dorsales cubiertas de blanco y series de diedros apretados asemejando los tubos de un órgano colosal que resuena abriendo desfiladeros, levantando montañas o convocando tormentas bajo el mando de la infinita Gea.
Seguimos hacia la cumbre mientras se abre aún más el horizonte, dejando ver un panorama que nos obliga a detenernos. Los dolomitas parecen arder envueltos en penachos de humo que se agarran a los picos más altos y pueblan el cielo. Eterna y tranquila belleza arrebujada del etéreo y fugaz adorno que son las nubes danzando al repiqueteo de mi corazón, presa de un momento de los que nunca se olvidan y que te fuerzan a dejar allí un pedacito de él como ofrenda mientras tu alma se hace más buena y sabia.
Pelmo, Marmolada, Civetta, San Sebastiano, Sella, Fiames, Antelao, Tofanes, Moiazza, Sasso, Cristallo, Sorapiss…(estoy mirando ahora todos los nombres en un mapa, ehhhh jejeje)
Me hubiera sentado y apoyado en una piedra hubiese dejado correr las horas sin prisa ni ganas de moverme ni de apartar la mirada de semejante espectáculo, cuando el arte de los hombres sepa conmover igual la raza humana estará salvada.
Pero hay que seguir, y bordeando el precipicio retomamos el sendero que tan claramente nos marca el filo de la montaña. La cara norte, blanca e invernal contrasta con la sur, por la que nos movemos casi continuamente en pos de la cima, un objetivo que no es nada más que una excusa para recorrer el camino.
La otra cara de la montaña cae a pico formando un nevado abismo donde las paredes interminables se combinan con agujas y fisuras, con aristas transversales que suben a modo de espinas dorsales cubiertas de blanco y series de diedros apretados asemejando los tubos de un órgano colosal que resuena abriendo desfiladeros, levantando montañas o convocando tormentas bajo el mando de la infinita Gea.
Seguimos hacia la cumbre mientras se abre aún más el horizonte, dejando ver un panorama que nos obliga a detenernos. Los dolomitas parecen arder envueltos en penachos de humo que se agarran a los picos más altos y pueblan el cielo. Eterna y tranquila belleza arrebujada del etéreo y fugaz adorno que son las nubes danzando al repiqueteo de mi corazón, presa de un momento de los que nunca se olvidan y que te fuerzan a dejar allí un pedacito de él como ofrenda mientras tu alma se hace más buena y sabia.
Pelmo, Marmolada, Civetta, San Sebastiano, Sella, Fiames, Antelao, Tofanes, Moiazza, Sasso, Cristallo, Sorapiss…(estoy mirando ahora todos los nombres en un mapa, ehhhh jejeje)
Me hubiera sentado y apoyado en una piedra hubiese dejado correr las horas sin prisa ni ganas de moverme ni de apartar la mirada de semejante espectáculo, cuando el arte de los hombres sepa conmover igual la raza humana estará salvada.
Pero hay que seguir, y bordeando el precipicio retomamos el sendero que tan claramente nos marca el filo de la montaña. La cara norte, blanca e invernal contrasta con la sur, por la que nos movemos casi continuamente en pos de la cima, un objetivo que no es nada más que una excusa para recorrer el camino.
Cuando la cresta se hace más complicada y hemos de pasar al lado norte, unas cuidadosas trepadas en mixto nos permiten salvar los obstáculos y ya totalmente en nieve recorrer los metros finales antes de llegar a la inmensa cruz de madera que marca la cima de nuestra montaña. Montaña que, no he dicho aún, se llama Pelf (2502m) y forma parte del macizo de la Schiara (2565m), de cuya cima nos separa una impresionante y delicada arista, blanca como el filo de un cuchillo recién sacado de un pastel de nata. Por ella vemos a lo lejos correr un sarrio, con una elegancia y facilidad que nosotros, limitados y cansados bípedos, envidiamos.
Tras comer bajo la cruz seguiremos cresteando un poco más, hincados a ratos en la nieve, con el culo como ayuda en otros, hasta llegar a un picacho escasos metros más alto que el Pelf desde donde disfrutaremos de una fascinante panorámica de su cara norte. La roca estriada, formando capas superpuestas me recuerda mucho a los pirenaicos Astazus, siempre presente mi tierra en mis pensamientos…
Desandaremos el camino hasta la cruz nuevamente y comenzaremos a descender por el mismo camino, a la vez del todo nuevo ya que las nubes han cedido paso a un nuevo horizonte. Así es el monte, siempre el mismo pero nunca igual, jamás todo pero siempre más que suficiente para saciarte y querer regresar.
Ni que fuese una amante.
3 comentarios:
Jo que bonito!!!
Me da que habrá que hacer una visita a los dolomitas!!
No te arrepentirás!!
Como mola sentir estas cumbres tan a fondo, un dia iré a los dolomitas tambien intentaré disfrutar esas excursiones.
Que bien escribes Jorge.
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