Subir una montaña a mucha gente puede parecerle una pérdida de tiempo.
Hace unos días, entre tragos, hablaba con un compañero de instituto, de Bielsa, que cría cabras, y por ende se pasa medio año por cumbres, fajas, lomas y crestas en Pineta.
No comparte mis razones pero las entiende, no le cabe en la cabeza que haya tanto accidente, tanta gente inexperta a la que el monte les cae tan grande como a mi Nueva York. El se juega la vida muchas veces buscando cabras por lugares donde un paso en falso es la muerte, y que haya personas que parece que la buscan le asombra.
Después están los que prefieren ver las montañas en vacaciones, a pie de coche, y desde la terraza de un bar, bien agarrados a una cerveza para que no les entre el vértigo.
O ese grupo de gente, muy numeroso, que disfruta entonando el “qué ganas tengo de subir un tresmil (marca registrada del esnobismo), pero…”, pero no mueve un pié por miedo a tener que poner el otro delante.
También podría incluir aquí al que efectivamente realiza una o dos excursiones en las vacaciones, a sabiendas que no disfruta con ello, pero conseguirá un par de fotos que enseñar en el trabajo a la vuelta.
Para mi la montaña es una necesidad, recorrerla andando o en bicicleta. No miento si digo que es parte de mi trabajo pues no puedo rendir en el sin el descanso mental que la desconexión de la naturaleza me genera.
Subir un pico no es comparable a las sensaciones que me regala la bici, el orgásmico éxtasis de un descenso, el generoso sufrimiento de una subida técnica o la serpenteante sensación de llanear por un bosque.
Por el contrario, poner un pié tras otro continuadamente, acto repetido como un mantra durante horas genera en mi cuerpo una sensación de bienestar impagable. Combinadlo con las majestuosas formaciones que toma la naturaleza, paisajes que humedecen los ojos de semejante belleza, y añadidle la droga que es el tacto y el olor de la roca cuando trepas.
Ascender un pico es un ritual, que engloba desde la preparación de la ruta, sobre mapa, foto aérea o libro, hasta la cerveza una vez regresado del abrazo eterno de las montañas. La preparación del macuto, madrugar, vestirse, aproximarse al destino y una vez en marcha embelesarse con cada paso, con cada brizna de hierba, con cada roca.
Ver, y no mirar las paredes de piedra, sentir que es un ser vivo que ha ido cambiando, que de un lecho marino ha mutado en crestas y farallones a medio camino entre el cielo y el infierno.
Con cada visión, ser consciente de cómo ha llegado a estar cada retazo de la imagen en su lugar actual, que es la diferencia entre un pintoresco paisaje y una obra maestra de fuerza y tiempo que merece una vida para ser contemplada.
Estas dos últimas semanas he tenido la suerte de realizar cuatro veces el ritual:
Hace unos días, entre tragos, hablaba con un compañero de instituto, de Bielsa, que cría cabras, y por ende se pasa medio año por cumbres, fajas, lomas y crestas en Pineta.
No comparte mis razones pero las entiende, no le cabe en la cabeza que haya tanto accidente, tanta gente inexperta a la que el monte les cae tan grande como a mi Nueva York. El se juega la vida muchas veces buscando cabras por lugares donde un paso en falso es la muerte, y que haya personas que parece que la buscan le asombra.
Después están los que prefieren ver las montañas en vacaciones, a pie de coche, y desde la terraza de un bar, bien agarrados a una cerveza para que no les entre el vértigo.
O ese grupo de gente, muy numeroso, que disfruta entonando el “qué ganas tengo de subir un tresmil (marca registrada del esnobismo), pero…”, pero no mueve un pié por miedo a tener que poner el otro delante.
También podría incluir aquí al que efectivamente realiza una o dos excursiones en las vacaciones, a sabiendas que no disfruta con ello, pero conseguirá un par de fotos que enseñar en el trabajo a la vuelta.
Para mi la montaña es una necesidad, recorrerla andando o en bicicleta. No miento si digo que es parte de mi trabajo pues no puedo rendir en el sin el descanso mental que la desconexión de la naturaleza me genera.
Subir un pico no es comparable a las sensaciones que me regala la bici, el orgásmico éxtasis de un descenso, el generoso sufrimiento de una subida técnica o la serpenteante sensación de llanear por un bosque.
Por el contrario, poner un pié tras otro continuadamente, acto repetido como un mantra durante horas genera en mi cuerpo una sensación de bienestar impagable. Combinadlo con las majestuosas formaciones que toma la naturaleza, paisajes que humedecen los ojos de semejante belleza, y añadidle la droga que es el tacto y el olor de la roca cuando trepas.
Ascender un pico es un ritual, que engloba desde la preparación de la ruta, sobre mapa, foto aérea o libro, hasta la cerveza una vez regresado del abrazo eterno de las montañas. La preparación del macuto, madrugar, vestirse, aproximarse al destino y una vez en marcha embelesarse con cada paso, con cada brizna de hierba, con cada roca.
Ver, y no mirar las paredes de piedra, sentir que es un ser vivo que ha ido cambiando, que de un lecho marino ha mutado en crestas y farallones a medio camino entre el cielo y el infierno.
Con cada visión, ser consciente de cómo ha llegado a estar cada retazo de la imagen en su lugar actual, que es la diferencia entre un pintoresco paisaje y una obra maestra de fuerza y tiempo que merece una vida para ser contemplada.
Estas dos últimas semanas he tenido la suerte de realizar cuatro veces el ritual:
Castillo Mayor(2020m)
7 comentarios:
Tienes mucha suerte de estar rodeado de gente a la que le guste la naturaleza, quizás por su entorno tranquilo y sereno, quizás porque la gente esta menos contaminada, pero normalmente cuesta encontrar peña que AME caminar y perderse por senderos.
Recuerdo, no hace mucho tiempo, caminando por una ruta espesa del pirineo, Ana me pregunto angustiada, que, si había lobos por esos senderos. Me la quede mirando sin dar crédito a lo que decía. Me di cuenta que estaba realmente preocupada, y que no estaba disfrutando de todas las cosas únicas e irrepetibles que te muestra la naturaleza. Y como Ana, la mayoría.
Para cuándo un ochomil?¿? ;)
Alas
Se te olvidó decir que a mayor altura, menor índice de memos por metro cuadrado.
Yo tampoco concibo la vida sin la montaña.
Saludos!
Vicent.
Muy buena entrada, que no lo dije antes!!!
Gracias Vicent, a ver si nos echamos al monte juntos pronto...
Qúe gran razón tienes en lo de la altura...
Un abrazo!!!
Cuando quieras, con lo que ha llovido, las sierras aquí están impresionantes.
Ya avisarás! ;)
La Montaña esta hecha para los incrédulos. Subimos para asomarnos del otro lado. Ver para creer.
Me declaro incrédulo, como Sto. Tomás. No me fio de lo que me digan.
"la belleza reside en los ojos del que mira, no en las cosas que se miran".
Ya puedes ponerle fecha al Aneto y a la Travesía de La Munia-Sierra Morena :)
Publicar un comentario